Delectura

El Club del Crimen de los Jueves Richard Osman

¿Alguien ahí que se acuerde de Enid Blyton? Hubo un año de mi preadolescencia en el que quedarme despierta era sinónimo de pasar la noche en vela con Puck, de Lisbeth Werner. Aunque la chica danesa y otras literaturas juveniles (fantasías exploratorias que dejo para otro momento) me llamaban más la atención que las hazañas de Los Cinco, en algún momento le quité el polvo a varias de las correrías detectivescas de unos viejos amigos adolescentes. Yo no tenía pandilla, pero sí un VHS y las cintas de E.T. y Los Goonies. No se podía reproducir en bucle y era necesario rebobinar.

El tema está en que ni Ron, ni Ibrahim, ni Joyce, ni Elizabeth son unos chavales. ¡Son unos octogenarios de vuelta de todo! Y tampoco son una pandilla, son El Club del Crimen de los Jueves. Colegas de piso que se reúnen para indagar en misterios sin resolver; no es que se vean envueltos en la investigación de asesinatos, es que se inmiscuyen de forma descarada, deliberada y plenamente consciente.

¿A qué venía lo de Enid Blyton? Me acordé porque al terminar la novela de Richard Osman tuve aquella sensación de coincidencia de microespacios de mundo feliz, esos que parecen transcurrir en línea paralela al mundo adulto, que una tarde de domingo me dibujan una sonrisa y me recuerdan lo confortable que puede ser un viejo sofá, aunque esté algo apolillado.

Casas en el árbol aparte, El Club del Crimen de los Jueves es una entretenida novela al estilo tradicional que recordaría algunas de las historias de campus y de detectives amateurs del Golden Age. Se comete un asesinato y cuatro vigorosos y perspicaces camaradas buscan soluciones como en un juego de enigmas. La pregunta ¿Quién lo hizo? se responde con deducción sobre el motivo y la oportunidad, y también con alguna que otra escapada que sacará de quicio al inspector Chris Hudson de la tranquila comisaría de Fairhaven.

Un ambiente acogedor entre pastelitos y fotografías antiguas. Coopers Chase es un complejo residencial de lujo de Gran Bretaña, una Comunidad de Jubilados al que llegan tantas furgonetas de reparto de vino como de medicamentos para enfermos crónicos. Sin duda es un lugar diferente. Allí viven Ron Ritchie “Ron El Rojo”, un famoso sindicalista asiduo de piquetes y trifulcas y padre de Jason Ritchie, un boxeador venido a menos metido en el mundo del famoseo; Ibrahim Arif, un reputado psiquiatra amigo de la ciencia y del método; la sensata Joyce Meadowcroft, viuda de Gerry y madre de Joanna, de aquellas personas que parece que no están y que se enteran de todo; y Elizabeth… que no sabría decir, como mínimo es un ex miembro del MI6.

A los simpáticos abuelitos les trae sin cuidado la charla sobre «Consejos prácticos para la seguridad del hogar» que imparte la oficial Donna de Freitas, lo que les encanta es meter las narices en asuntos ajenos (algo que para ser honestos tampoco difiere demasiado de las aficiones de otros residentes como los de la Comisión del Parking). Toda su energía y vitalidad (a raudales) no la gastan completando puzzles de mesa, asistiendo a clases de zumba, remojándose en la piscina deportiva o relajándose en el Jacuzzi, sino husmeando en asuntos de la policía. Bueno, a decir verdad, Ibrahim después de nadar se pasa por los baños y, además, hace pilates.

Aunque la trama criminal juega con mucho humor sobre la especulación inmobiliaria de un proyecto urbanístico, para mí lo mejor son los cadáveres en el armario que le añaden un punto dulzón a la historia. Quién sabe si Monsieur Poirot, Miss Marple, Sherlock y Watson, el Padre Brown o incluso Dupin y Maigret, a mucha distancia literaria, y desde su Jardín del Descanso Eterno, podrían estar observando con comicidad las aventuras de estos afanosos sabuesos amateurs, desenterrando secretos a troche y moche.

Todo empieza con Elizabeth, que le preguntó a Joyce cuánto tarda en morir desangrada una chica a la que han apuñalado debajo del esternón cuatro o cinco veces. Y es que Joyce había sido enfermera.

Ya se sabe, lo del Diablo… es por viejo, no por diablo.

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